El cañaveral, denso y de un glauco luminoso,
era mi re-
fugio en esa niñez remota.
Umbrío y secreto espacio de
fresco verdor al borde de la
acequia ancha. En su inte-
rior, corazón latiente, un
círculo abierto entre las ca-
ñas con singular esfuerzo, era
el amparo necesario pa-
ra la privacidad escondida y el
descanso aventurero.
Mi intrepidez permitía el ingreso, casi
inaccesible, col-
gando sobre el agua,
transparente y rápida, que se per-
día rauda engullida por la
calle vecina para seguir bajo
tierra su cauce ignoto.
La sonoridad, agua y aves en sintonía, era
parte de ese
rincón recóndito y oculto por
la complicidad verdísima
de las hojas del cañaveral.
En derredor… la nada: una quinta, un colegio
vacío, to-
da la casa y el pueblo que
indiferentes seguían sus ru-
tinas, impasibles e ignorantes
de mi dicha enaltecida
en la simplicidad de cañas,
aguas y mojarras.
Inmenso recuerdo en mi retina de juegos
aferrados al
cañaveral y a la acequia sin
olvidos.
Publicado en mi libro "De letras nacidas entre poetas. 2013
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